Al quinto tono colgó el teléfono sin que nadie respondiera.
Laura se frotó la cara con las manos varias veces, visiblemente nerviosa. Abrió el cajón del escritorio. Sacó la bolsa. Manoseó los pequeños frascos. Todos vacíos. Cerró la bolsa. La metió en el cajón. Cerró el escritorio de nuevo. La mujer se paseaba de un lado al otro de su gabinete, inquieta, jugueteando con sus manos y sus dedos. Finalmente, descolgó su abrigo del perchero y salió de la consulta, cerrando con cuidado la puerta tras de sí.
– Doctora Evans, hay pacientes esperando a que les atienda.
La mujer que había hablado era Melissa, su secretaría, una muchacha joven, de unos veinte años y estudiante de psicología, que llevaba trabajando para ella como ayudante y secretaria durante algunos meses.
– Cancela todas las citas de hoy, Melissa -respondió la doctora-. No… No me encuentro demasiado bien, creo que me iré a casa.
Laura no dio tiempo a que Melissa añadiera nada más, se marchó hacia la salida y salió al frío encuentro de aquella tarde de invierno. Laura Evans había dicho a Melissa que se marcharía a casa, pero nada más lejos de la realidad. En realidad, a ella misma le hubiera gustado creer aquella mentira. Le hubiera gustado irse a casa aquella tarde, tumbarse en el sofá, tapada hasta el cuello con una manta mientras veía el DVD de «Seven» y se tomaba un café con leche caliente y tres cucharadas de azúcar. Le hubiera gustado sentirse un poco mal y no realmente enferma como se sentía. Le hubiera gustado pensar que al día siguiente se sentiría mejor después de un día de descanso. Le hubiera gustado estar de camino a su apartamento y no yendo hacia aquel antro de mala muerte en el que estaba entrando.
– Estoy buscando a Damien -dijo Laura al hombre con cuerpo de culturista y ojos de demente que ocupaba el acceso a la entrada.
El hombre la miró de arriba a abajo, imaginando lo que escondía aquella ropa de invierno, con una sonrisa que dejaba ver de forma casi transparente sus pensamientos obscenos hacia la mujer. Pero, tras recorrer su cuerpo entero con los ojos, se hizo a un lado y señaló un lugar dentro del local sin pronunciar una sola palabra.
Laura dio un paso adelante y entró en aquel sitio de mala muerte. El ambiente era lo más desagradable que había visto en su vida. Un humo denso llenaba la estancia y la inundaba de un olor mezcla de hierba y tabaco que se impregnaba en su ropa y penetraba sus fosas nasales, el suelo, sucio y resbaladizo en el que algunas personas estaba sentadas o casi tumbadas, con los ojos rojos, fumando, bebiendo y consumiendo todo tipo de drogas, a pesar de que la noche acababa de comenzar. Era realmente enfermizo y deprimente. La doctora Evans hizo un esfuerzo para continuar hacia delante, aguantando el vómito y las ganas de volverse y correr fuera de allí. Respiró profundamente. Algo aún más fuerte le empujaba a seguir adelante y quedarse. Le temblaban las manos, le sudaban las palmas, sentía sudores fríos en la espalda. Al final, llegó al sitio indicado, donde se encontraba un hombre de espaldas a ella.
– ¿Damien? -preguntó ella, con la voz temblorosa por los nervios y el miedo.
El hombre se volvió. Un hombre joven, atractivo, de veintitantos años, con el pelo negro y corto y los rasgos faciales muy marcados. En su cara se dibujó una enorme sonrisa de satisfacción al ver a Laura Evans enfrente de él. Al contrario que el hombre de la entrada, Damien clavaba sus ojos directamente en los de Laura, penetrando en ellos, intimidándola, combatiendo con aquellos ojos verdes que había tras el cristal de sus gafas. Sin embargo, ninguno de los dos bajó la mirada, ni la apartó. En aquel juego de intimidación no ganaría ninguno de los dos.
– Qué sorpresa, doctora Evans. No esperaba verla por aquí.
– ¿Sigue en pie tu propuesta? -volvió a preguntar Laura, sin miramientos, yendo directamente al grano- Ya sabes a lo que me refiero…

Damien rió, sin apartar un momento su mirada de la de la doctora, y pronunció un «sígueme». El joven se dirigió a la parte trasera del local, donde la luz disminuía hasta el punto de tener que caminar casi a tientas, con la doctora siguiéndole de cerca. Subieron unas escaleras en la más completa oscuridad y Damien abrió la puerta de una habitación al llegar arriba. Cuando Laura pasó tras él, cerró la puerta. Damien encendió una luz. Se encontraban en un cuarto pequeño y polvoriento, en el que el único mobiliario que había era una cama cochambrosa y una estantería llena de cajones.
Laura estaba muerta de miedo, pero intentaba disimularlo lo mejor que podía, aunque sus nervios se lo complicasen demasiado. Sentía sudores fríos y temblores, pero sabía que no era más el miedo que la necesidad. Por eso esperó pacientemente de pie mientras Damien abría con una pequeña llave uno de los cajones y sacaba una pequeña bolsa transparente llena de polvo blanco.
Damien se volvió hacia ella y le tendió la mano en la que sostenía la bolsita. Ella alargó la mano y entonces él se la agarró con fuerza con la que le quedaba libre.
– Ya sabe cual es el trato, doctora…
Él soltó su mano y se acercó a ella hasta que sus rostros quedaron a apenas unos milímetro. Ella cerró los ojos. El mordió su labio inferior mientras se desabrochaba el cinturón y dejaba caer sus pantalones. Damien puso la bolsita en la mano de la doctora Evans.
– Ahora cumpla con su parte del trato.
El joven la empujo hacia abajo, despacio pero fuerte, hasta hacerla quedar de rodillas frente a él. Laura respiró profundamente y cerró los ojos, preguntándose cómo había llegado hasta ese punto… Cómo había acabado en un cuarto de un asqueroso antro, a solas con un individuo indeseable y de rodillas frente a él para…
Pero sabía que no había marcha atrás. Lo necesitaba. Sabía que hubiera sido mucho peor si no hubiera llegado hasta allí. Damien acarició su cara y apartó su pelo. Ella se acercó a él y posó sus labios en su cuerpo que, sorprendentemente, olía ligeramente dulce. El joven emitió un ligero gruñido y llevó la cabeza de ella un poco más abajo. Ella no se resistió. Simplemente dejó que sus labios se deslizasen sobre el cuerpo de él.

Apretó la bolsa en su mano. Cerró los ojos. Dejó que todo sucediera, mientras tenía sus finos labios en la piel de Damien y su mente en el interior de aquella bolsa de polvo blanco…